Desastre nieve

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Así, cuando una plumita blanca aterrizó cerca de sus pestañas, era un hecho que la tarde ya había recogido todas sus pertenencias y se alistaba para abandonarnos.

Como un ala cansada, el techo de ladrillos dejaba caer su plumaje sobre nosotros.

—Está nevando —le dije, cambiando totalmente de imagen, tratando de ponernos lejos del verano.

Ella festejó mi intento. Celebró la nieve. El techo era, sin más, un ave derrotada, sonriente.

Los tiempos consecuentes fueron de las sombras que, alrededor nuestro, juntaban las plumas y hacían maniobras que nosotros no veíamos a través de la noche, de los párpados a medio camino de abrir y cerrar.

Dejamos el lugar cuando ya había pasado la inauguración de la noche. En la calle pudimos ver la basura restante, los gatos que merodeaban, sabiendo un plan sólo entre ellos, en su lenguaje elástico.

Le dimos la espalda a la colonia en la parada del autobús. A nuestro lado, otra pareja discutía. Me parece, ahora, que nuestro abrazo fue un baluarte. Ninguna invasión podría quebrarnos. Pero sí, como las luces de los autos frente nuestro, rozar la superficie.

Nuestro autobús fue el último de la noche. Se ofreció llevarnos hasta el supermercado, aunque luego abordaron dos mujeres que hablaron del hospital y de la urgencia. La ruta habría de seguir hasta allá, lejos, pero a mí ya no me servía de nada.

La avenida fungía de columna; entre las vértebras, la noche confeccionaba los rincones. Le dije que era un fantasma.

—¿Alguna vez viste «Ghost: la sombra del amor»?

—Sí —dijo ella—, qué triste.

Justo pasábamos a mitad de una vértebra en la que no había luces.

—Pero lo interesante es que tú eres un producto de mi imaginación —expliqué y me seguí como si nada.

—Ah, es complicado —dijo entre risas—; creo que va a explotar.

Descansó al llegar a la puerta de su casa. Era enorme el contraste entre la luz granular en el asfalto húmedo y su rostro, tocado por la luz del hogar. Era evidente, aunque ella tal vez piense que no, que estaban relacionadas,  Nos despedimos.

Un largo tramo entre la nada, los expendios de alcohol, los restaurantes temáticos. Sólo saludé a un guardia sentado en el pasto. Observaba un reloj y algo entre sus dedos buscaba un hogar. Una cadena, una serpiente, un invento.

En la central de autobuses éramos muchos a la espera de un taxi. Llegaban y se iban con la misma presteza. A mi lado izquierdo, en una banca frente al puente, un viejo llegó, se acorraló a sí mismo y encendió un cigarro.

Pasaron cinco o seis taxis hasta que fue mi turno. El chofer tenía mi edad, quizá, y una gorra ajustada.

—Presentamos un diez doce, diez doce en sitio, diez doce, pinche panzón.

Hablaba a su teléfono y conducía con una mano por una calle larga, sin interrupciones.

—¿Qué quiere decir «diez doce»? —le pregunté.

—Según esto quiere decir que hay gente esperando en el sitio.

Subimos por un puente, en una de las casas alguien apagó la luz de una ventana.

—Pero no sé —dice—, la verdad no me sé todas las claves, hay un güey que tiene la hoja con todas las claves, pero es un pinche culero y no la presta.

Luego entramos a otra avenida. La oscuridad era distinta, era el relieve de edificios caídos, pero a los lados nunca ha habido nada con más de tres pisos.

—Tengo en un grupo como a quince choferes, ahorita en chinga atendemos a todos los que están ahí esperando.

Movió algunas cosas en el estéreo del coche. Cumbias, folclor, el noticiero de una ciudad vecina. Después se detuvo en una frecuencia no muy clara. Yo estaba pensando que éramos muchos esperando taxi frente a la central.

Entonces por el estéreo se escuchó eso: éramos muchos esperando taxi frente a la central.

—Ah, ¿así funciona? —le dije.

—Sí, güey —me contesta—, se escucha lo que tú piensas, y así.

Me apresuro a bloquearlo todo, excepto una cosa. Por la radio se escucha: eso no era nieve, ni plumas, pero iba bien con lo que ella era en ese instante. Es mi voz.

Al conductor le da risa. Ni en la avenida sujeta el volante con las dos manos.

«Por aquí, a la izquierda», pienso, y las bocinas lo reproducen.

—Le hallaste rápido, güey.

El resto del tiempo, dos cuadras apenas, pensé en números. Él dijo algo de su jornada, pero yo estaba de lleno en el conteo. Sólo recuerdo que dijo tener cuatro años en el negocio, pero toda la vida de vagar en la calle.

—Así te aprendes el nombre de las calles, así lo recuerdas.

Yo pensaba: veinte, treinta y dos, cien. Diez, doce.

—Rara vez me pierdo cuando me dan una dirección, güey.

Le di el dinero, agradecí el viaje y le deseé buena jornada. El tablero de su coche tenía luces rosas. Lo noté mientras giraba la llave.

En los cuartos reinaba el orden, excepto en mi dormitorio. Al abrir la puerta se vino encima la avalancha de plumas, el desastre nieve del techo caído. Y en la cama, la figura de ella, un rastro, una historia dejada en evidencias pequeñas.

Antes de dormir, ella recordó eso. Las plumas, la nieve.

—¿De qué es la nieve? —preguntó.

—Es como un cuento.

—Pero ¿tiene un sabor?

Podía estirar la mano y lamer, pero no.

—Dímelo tú —respondí.

Acerca de Román Villalobos

Román Villalobos (Lagos de Moreno, México, 1991). Licenciado en Humanidades con orientación en Letras por la Universidad de Guadalajara. Autor de los libros de poesía Final del rey (Ediciones O, 2018), Si el mundo no se acaba lo termino yo (Perniciosa Liter/hartura, 2018), john lurie: outside forever (Broken English, 2018), y Pequeña ciudad eléctrica (Editorial Montea, 2016); Coautor de los libros Mapa (Autoedición, 2016), y Pieza de paso (CULagos Ediciones, 2015). Fue incluido en la antología Un canto me demanda: memoria de poesía laguense (Ediciones Papalotzi, 2011). Becario del PECDA Jalisco Jóvenes Creadores, en la disciplina de poesía, emisión 2017-2018.
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